En septiembre del 2018, hice un viaje fotográfico a Etiopía.

Bajé por el valle del Omo que acompaña hasta la frontera con Kenia, hacia el suroeste, el río del mismo nombre.

La idea de ir a visitar aldeas indígenas me había entusiasmado, pensando que la Etiopía no hacía parte de las autopistas turísticas…

Me equivocaba.

Hace ya más de veinte años que este país se abrió al turismo «étnico» y los visitantes acuden en pequeños grupos, pero numerosos.

Etiopía es el segundo país más poblado de África y su población está formada por 40 grupos étnicos con idiomas, creencias y tradiciones diferentes. Estas tribus, cada vez más primitivas a medida que se avanza hacia el sur, han convertido sus costumbres y formas de vivir en un patrimonio folklórico comercializable. Algunos creen que éste solo sobrevive gracias al turismo…

Si es verdad que uno percibe rápidamente la bienvenida, el rechazo o la indiferencia de los habitantes hacia los extranjeros, siempre es difícil sentir la verdadera pulsación de un país cuando se pasa rápidamente… Los etíopes me parecieron bastante indiferentes…

Visité diferentes grupos étnicos et tuve la oportunidad de estar presentes durante algunas ceremonias tradicionales y otras religiosas.

Al extremo sur del valle, en la frontera con Kenia, nos acercamos a poblaciones de la etnia dassanech que aún viven en el tiempo de la Prehistoria. Instalados a dos horas de lancha del pueblo más cercano, esta gente vive en cabañas rústicas, hechas con ramas, privadas de toda comodidad e instaladas en un entorno desolado y estéril. Tiempo atrás, la caza del hipopótamo les procuraba comida, ropa y cobertura para sus chozas. Ahora el Estado lo prohíbe. Hoy en día las rucas las cubren con placas de zinc y las personas se visten con las camisetas que dejan de regalo los visitantes bien intencionados…

Este viaje me dejó sentimientos encontrados…